Extraño mi primer trompo.
Como extraño el primer beso que te dí, o el primer café que tomamos juntos en la pupusería Maya que dejo de existir hace unos años, sobre la primera avenida estaba, cabal en la esquina con la 12 calle, reuní todos mis ahorros para llevarte a refaccionar y con dos Quetzales ese día fui feliz.
Salía todas las tardes hasta la malla de alambre que separaba mi casa de los patojos malcriados de mi calle (a decir de mi mamá) y allí estaba Fito con el trompo mas grande de todos, y también su hermano, y el tuzo, y Leonel, y el bochi, que aun no podía jugar trompos. Yo los observaba y deseaba un trompo que no tenía, quería salir a bailar trompos y jugar a las carreras de tapitas hasta la esquina ida y vuelta, y ganar por la pura gana de ganar. Los patojos malcriados de mi calle no apostaban aún, jugaban solo para que por el resto de la tarde se dijera por toda la cuadra el nombre del que había ganado a los trompos, quien lo había “bailado” mejor, ese era el honor ganado. No podía salir de mi casa, era una regla tácita o al menos así la entendía, y me conformaba con ver a todos mis vecinos jugar, y a las vecinas sentarse en la banqueta expectantes de la carrera de tapitas, allí estaba “la guanaca” y la mamá de la Patricia (la compañera precoz de la Chena ) y doña Mila que murió aplastada como mosca cuando en pleno temblor del terremoto del ´76 prefirió que dijeran “aquí murió” y en lugar de decir “patas pa´que te quiero” decidió arrodillarse frente al crucifijo de la pared y rezar su última Salve, quedó besando crucifijo y pared porque si la imagen era grande mas grande y pesada era la pared que le cayó encima. Se reunían las vecinas para servir también de árbitros porque siempre los mas grandes querían aprovecharse de los mas pequeños.
Te tomé de la mano y nos fuimos a refaccionar, y ese día dejé de tomar café “ralo” y empezó a gustarme el café espeso porque así nos lo sirvieron, y fue el café mas feliz que tomé en mi vida, y me gustó porque cada vez que sorbía un poco sentía el olor de tu perfume, un olor que aún hoy suelo sentir de vez en cuando. Hablamos de estudios y de clases, ¿de qué mas podrían hablar en aquel tiempo dos patojos de 14 años? Era un lugar bonito, casero y acogedor, aparte que era el único que podía pagar, macdonalds o burger shop eran inalcanzables para mi presupuesto, estaba decorado con telas típicas, y había en la entrada un gran calendario maya, El Tzolkin. Nos sentamos frente a frente y me encantaba ver la cascada de tu cabello eternamente negro caer casi a tus rodillas, te observaba igual que cuando miraba ver jugar a los trompos, casi inalcanzable, casi. Aún llevabas el uniforme del colegio, el Teresa de Ávila, y aquella blusa blanca resaltaba tanto el gris de tus pupilas, de qué color estarán hoy tus ojos? Reímos de todo y de todos, hicimos planes, volveríamos a salir juntos, y te pasaría a traer todos los días a la salida del colegio. Solo faltaba hacerte la pregunta, pero solo de pensarlo me empezaban a aplaudir las rodillas, sin embargo algo muy dentro de mí me decía que tú también eras feliz. Y cobardemente callé ese día.
Guillermo (mi hermano) me encontró viendo jugar a los patojos de la calle trompos, me tomó del hombro y me dijo que los trompos se encontraban enterrados en los jardines de las casas, y que si yo quería un trompo debía buscar en el jardín de atrás por los rosales de nuestra madre. Yo no creía, sabía que los trompos se compraban donde doña Angelita y que eran caros. Pero la duda mató al gato y al otro día me di a la tarea de buscar un trompo que debía estar en el jardín de mi casa, no lo encontré. Esa tarde me perdí la carrera de trompos.
Salía del instituto y corría hasta tu colegio, me encantaba verte sentada en las gradas de La Parroquia esperándome que llegara. Tu hermana, cómplice, desaparecía por arte de magia solo al verme llegar y volvía aparecer siempre a una cuadra de tu casa y siempre por arte de magia. Yo bailaba de alegría…..que de alegría, de pura felicidad ………y parecía trompo. Un día decidí hacerlo, no, un día me atreví a hacerlo y te hice la pregunta, bueno, la media pregunta, la boca se me secó y la lengua se quedaba pegada al cielo de mi boca, te veía lejana muy lejana teniéndote a solo centímetros, mis palabras resonaban lejanas, muy lejanas, todos los sonidos de los vehículos de la calzada se apagaron, no sentía el cuerpo y tuve que aferrarme a tu mirada y a tu mano para no caer al suelo producto de tanta emoción, o cobardía. Tal vez al verme tan mal no me dejaste terminar la pregunta te apiadaste de mi tortura y frente de plena Ferrogua (una ferretería en la calzada José Milla) a plena luz del día de un 19 de febrero te compadeciste de mi sufrimiento y callaste con un beso la mitad de mi pregunta. Teníamos 14 años y yo era feliz.
Le conté a mi hermano Guillermo que no había trompo en nuestro jardín, me dijo que no había buscado bien y que al otro día el buscaría y que si lo encontraba era de él, esa tarde busque antes de que él llegara y lo encontré, cerca de las raíces del guayabal allí estaba, no era nuevo pero era mío entonces olvidé las carreras de trompos porque al fin tenía uno que era mío y solo quería aprender a bailarlo, Alejandro me enseñó a enrollarle “la Pita” y a tirarlo, esa tarde no logré que diera pero ni media vuelta, pero pronto fui un experto, y jugaba mis propias carreras de tapitas en el patio de la casa. El trompo que encontré era uno que enterró mi hermano en el jardín de la casa, tal vez ya no se acuerde, era uno que tenía guardado y que nunca supe como adquirió, porque el que a él le había regalo mi papá se había quemado en un incendio de juguetes de triste recordación donde la mano piromaniaca no era otra que la de mi madre. Se quemaron juguetes que yo nunca conocí pero aún jugué con algunos sobrevivientes, un capirucho que también había fabricado mi papá para llemo de color negro, y dos pistolas de fulminantes, cromadas y con un apache en las cachas. No sé quien las tenga. Fui muy feliz con mi trompo, aprendí a bailarlo en mi mano y mas de alguna vez “zumbó”. Entonces olvidé las carreras de tapitas y hasta mi primo Tono llegó a jugar con mi trompo nuevo. Me dio mucha felicidad mi trompo, y todas las noches lo guardaba en una caja de cartón que ponía bajo mi cama.
Te conté miles de cosas, y bailaba de alegría al saberte mi novia, cada día intercambiábamos cartas escritas la noche anterior, y yo las iba guardando una por una en estricto orden cronológico, tus besos fueron los más dulces que pude haber recibido, y también los más inocentes, aprendí a tomarte de la mano y caminar así toda la calzada, jugaba con tu cabello eternamente largo, y aprendí a encontrar en tu mirada las respuestas a todas mis preguntas, aprendí de tus silencios y de las miradas que hablan, aprendí a darte mi corazón en cada beso y desbordar mis emociones en cada Te Quiero. Me dio mucha felicidad Silvia Nohemí mi primera novia, y todas las noches dormía con su recuerdo bajo mi almohada.
Mi trompo lo perdí el mismo día que Doña Mila rezaba su última salve, se quedó enterrado en su caja bajo una pared del cuarto grande y no volví a encontrarlo.
Y a ti te perdí después 8 meses de felicidad, un día negro tuve que dejarte enterrada en una caja, bajo una sombra distante de un ciprés en “los cipreses”, y nunca más volví a encontrarte.
San Pedro Sula
2009
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